domingo, 17 de mayo de 2015

VILHELM HAMMERSHØI, pintor del silencio

Uno de los tópicos más utilizados por los comentaristas del arte es aquel que dice que en la obra queda congelado el tiempo. Existen multitud de creaciones a las que podríamos aplicarle este comentario pero si nos paramos un segundo a contemplar, captaremos que el tiempo pasa realmente en la obra. Puesto que ésta siempre nos dice algo, ya hay un momento que va desde la interpelación hasta nuestra recepción. Además, en cualquier obra de suceso acostumbramos a percibir que hay una acción ya comenzada y que al apartar la vista seguirá desarrollándose: desde el Discóbolo de Mirón hasta la fotografía de la niña rociada con napalm en la guerra de Vietnam –no pretendo frivolizar con el ejemplo sino entender que el documento histórico ha pasado a ser visto como arte– el tiempo no ha quedado congelado, puesto que somos capaces de crear un desarrollo mental.

Apartado por la irrupción de la vanguardia y brevemente expuesto por algún museo europeo, el artista que traigo hoy se encargaría de captar una acción que parece estar detenida y que siempre va a mantenerse así. Vilhelm Hammershøi destacaría en Dinamarca a finales del siglo XIX hasta que irrumpieron nuevas formas de arte que considerarían su obra como pasada de moda. Si decido rescatar su trabajo es porque, a pesar de tener cierta distancia con el arte contemporáneo, mucho de lo que él propone en sus cuadros sería reinterpretado por los que ahora consideramos artistas fundamentales del siglo XX. Lo que vemos una vez tras otra en sus lienzos es un tiempo infinito en el que habita el silencio. Espacios puros, algunas figuras que acostumbran a darnos la espalda, ventanas por las que se filtra la luz, pasillos inhóspitos y un mobiliario escaso. Con estos mínimos elementos, Hammershøi construye un discurso artístico capaz de interpelarnos desde el inicio de su producción artística hasta su muerte. Es como si intentara decir constantemente lo mismo y sintiera que no llega a conseguirlo.

Vilhelm Hammershøi
Habitación
1890

Tomemos, por ejemplo, el Interior con mujer joven desde detrás (1904). Una muchacha, posiblemente de luto, nos da la espalda mientras sostiene una bandeja de plata. Frente a ella, un escritorio sobre el que reposa un recipiente de cerámica y una pared de una casa que denota cierto acomodamiento social y un cuadro que sobresale de la esquina superior izquierda pero que no parece tener mayor relevancia. La paleta de colores es tan austera que acompaña a esa sobriedad de los elementos. Todo tiende al silencio. Podemos pensar que esa joven ha estado siempre ahí y que sólo ha girado levemente la cabeza cuando nos hemos acercado a la pintura. Contemplar el cuadro durante horas no hará que se mueva pero la forma en que parece percibirnos dota a la mujer de un misterio que nos envuelve. La vida parece estar sucediéndose en la obra al punto que si le diéramos la espalda a la joven, pensaríamos que esta se ha girado a mirarnos. Frente a una ventana, detenidas en un pasillo o sentadas en una silla, las mujeres de Hammershøi que dan la espalda, intrigan y perturban al espectador.

Vilhelm Hammershøi
Interior con mujer joven desde detrás
1904

¿He dicho mujeres? Quizás debería haber hablado en singular. Al margen de un retrato de su madre, la figura que encontramos en sus obras parece ser la misma, así como sucede con la casa. El mismo vestido enlutado, la misma forma de recogerse el cabello y ese cuello que siempre advierte que hay unos ojos fijos en él, los del espectador. Resulta peculiar que en los retratos que haría de su mujer Ida usualmente podemos verle la cara. Y además guarda ésta muchas similitudes con esa otra joven desconocida. De hecho, es después de casarse con ella que vemos como los espacios vacíos van siendo habitados por esta mujer. Así que puede que aquello que vamos observando son capturas de cotidianidad, en las que Ida es retratada como ella misma o como misterio. En cualquier caso, la escena sigue sucediendo en un tiempo que no sabemos cuándo comenzó y que podemos intuir que no acaba, como mínimo, hasta que nosotros mismos desaparezcamos. Lo que siempre está ahí es el silencio.

Vilhelm Hammershøi
Interior con Ida tocando el piano
1910
La misma dinámica de espacios y personajes podemos encontrarla en artistas como Hopper, con una luz y unos lugares comunes que evocan la misma siniestralidad del pintor danés. Pero si hubo alguien que se dejó encandilar por la pintura de Hammershøi –y sea posiblemente su único heredero directo–, ese fue Carl Dreyer. Siendo ambos de Copenhague y prácticamente coincidentes en el tiempo, es claro que el cineasta pudiera conocer a un pintor que ya estaba desapareciendo. El tranquilo dramatismo que encontramos en Ordet (1955) es el que vemos en los espacios de Hammershøi. Ambos comparten la misma concepción sobre el hogar, el tiempo que se mueve sin avanzar y un silencio que habita en las casas y en las familias. Lo que para el pintor nos lleva a una sensación de inquietud, en Dreyer reflexionamos acerca de lo inevitable. Es en esa casa donde viviremos el temor a Dios, la duda ante la fe, la realidad de la muerte y la posibilidad de la resurrección. En Hammershøi no hay palabra, todo está en silencio. No sabemos que es aquello que piensa esa joven que nos vamos encontrando. Pero sabemos lo que pensamos nosotros. La incertidumbre que el espectador se plantea consiguen generarla ambos creadores. Es la calma inestable la que nos lleva a lo profundo del alma.

Escena de Ordet (Carl Dreyer, 1955)


Charlie W.

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