domingo, 28 de septiembre de 2014

Mi experiencia con MARINA ABRAMOVIĆ

Marina Abramović se ha convertido en una estrella del pop. Me dirijo a ella en estos términos porque, a pesar de que a cada paso que da le surgen más detractores, yo todavía encuentro un punto artístico en su trabajo. Y el pop, le pese a quién le pese, también es arte. Aunque también el pop puede no serlo y Marina debería ir con cuidado. El pasado agosto tuve la oportunidad de viajar a Londres y visitar la Serpentine Gallery, un lugar en el centro de Kensington Gardens en el que Marina estuvo desarrollando su performance a lo largo de 512 horas, interrumpidas por el cierre diario de la galería. 

Ante todo, debería matizar el término performance en cuanto a lo que allí me encontré. Se proponía al visitante dejar cualquier objeto personal atrás y llevar puestos una especie de auriculares gigantes que aislaban el ruido por completo. El espacio se dividía en tres: una sala central en la que uno podía sentarse en sillas de madera o colocarse en una plataforma central, una sala a la derecha en la que se podía pasear y una sala a la izquierda donde tumbarse en una especie de camas bajas. Es fácil comprender que la propuesta de Marina era aislar del mundo exterior a los visitantes de la galería. ¿Por qué? No me quedó nada claro.



Si bien es cierto que al principio me angustié por el absoluto silencio y el hecho de sentarme frente a una pared me produjo algo de claustrofobia, a los pocos minutos me fui adaptando, me cambié de sitio y pude “disfrutar” de la experiencia, si es que realmente aquello era un disfrute. Ni me dediqué a caminar por una sala, ni me tumbé en las camas -¿estamos locos?- pero sí tuve momentos en los que no pensaba absolutamente en nada y llegué a dejar de pensar cuánto tenía que durar aquello y qué diablos estaba haciendo allí. Incluso a mi salida no me apetecía hablar: la visita me dejó tan relajado que no lo necesitaba. Ahora bien, hay dos cosas que me mosquean enormemente de esto.

La primera de ellas es que no me aportó nada nuevo. En la oscuridad de una habitación, con el teléfono apagado y sin relojes, uno puede desconectar al mismo nivel que en la galería. De hecho, en tu soledad puedes desconectar mucho más del mundo porque el personal de Marina –o gente anónima, aún no sé bien quién era aquella gente– se dedicaba a arrastrar a algunas personas al centro de la sala para implicarlos en la acción. Personalmente, no me gusta ni que me toque un desconocido ni mucho menos que me fuercen a algo que no quiero. Pero oye, si la señora Abramović cree que eso es lo necesario para que alguien llegue a no pensar en nada... ¡Que lo mismo me estoy aventurando y no era la propuesta! Quizás Marina buscaba una conexión entre todas las personas que allí nos encontrábamos. O puede que todo fuera parte del “Método Abramović”, que tanto ha popularizado Lady Gaga. Quién sabe, lo mismo algún día cantan juntas, a pesar de la muerte cerebral de los Little Monsters. La cuestión es que a uno no le queda muy claro qué diantres está haciendo allí cuando abre los ojos y observa como un grupillo de gente con los auriculares aislantes propios de un obrero se sientan alrededor de otros que parece que aspiran a la levitación. Me resultaban menos satánicas performances como Rhythm 5, en la que Marina saltaba al centro de una gran estrella en llamas. Adorable.

La segunda cuestión que me molestó de todo esto fue la implicación de Marina y por la que he deducido que se ha vuelto una estrella del pop. ¿Qué papel tenía ella en su propia obra? El mismo que cualquier otro que se pasara por allí. Se mantenía sentada, se daba una vuelta y en algún momento la vi hablar con otras personas. Sí, es cierto, artista es aquel que materializa la idea. Todos sabemos que cualquiera podría haberlo hecho pero ella ha sido la primera. Hasta ahí estamos de acuerdo, es el tema de siempre. Pero después de la retrospectiva de 2010 en el MoMA –en la que recuperaba muchas de sus acciones y se mantuvo 700 horas sentada frente a los visitantes del museo– uno espera que deje atrás el fanatismo para volver a la radicalidad. ¿Dónde está la Marina que rompía la sensibilidad del espectador, esa artista que hacía sufrir, que obligaba a la gente a maltratarla, que se golpeaba y se gritaba con su amado Ulay y que llegaba a poner en riesgo su vida? Puede que le haya pasado como a Gina Pane, que haya dejado atrás el maltrato para hacer una reflexión más espiritual sobre el cuerpo en esta etapa más madura de su vida. Pero quizás no era necesario convertirse en una diva. Y no seré yo el que la critique por ello cuando soy adorador, como es ampliamente sabido, de Andy Warhol, seguramente una de las mayores divas de los 70 y los 80. Pero si después de pasarse 40 años poniéndose al límite y forzando al espectador a reflexionar ahora se dedica a pavonearse por las galerías de medio mundo, auguro, muy a mi pesar, que la diva se comerá a la artista.

Charlie W.