domingo, 23 de noviembre de 2014

A la mesa con AI WEIWEI

Antes de empezar, debo reconocer algo: hasta hace unos meses no soportaba a Ai Weiwei. No sé de dónde venía mi desgana hacia él, totalmente injustificada. Supongo que no es como con Jeff Koons, que me podría pasar horas tirando por tierra sus propuestas. Diría que no me había acercado lo suficiente a él como para que me atrajera. O que me enervó su última polémica con unas vasijas de la dinastía Han. Da igual. El caso es que, aprovechando la exposición On the table. Ai Weiwei, que puede visitarse actualmente en La Virreina, Centre de la Imatge (Barcelona), decidí pasarme por allí para darme cuenta de que su faceta como artivista me fascina.

Descubrí que Ai Weiwei es totalmente directo y sin tapujos. Su imagen, sobre todo la de las fotografías de los últimos años, desprende un carácter tan desafiante que a mí particularmente me atrae. Es por ello que debo destacar la instalación Cao. Aparentemente, nos encontramos con una sala decorada con papel pintado y lo que podríamos definir como una manta escultórica que imita la hierba. Si nos acercamos a las paredes, vemos que los dibujos del papel son, en palabras de los textos de la exposición, «el brazo con el dedo del corazón irreverente y desafiante». Vaya, un corte de mangas de toda la vida. Resulta hilarante descubrir que la palabra cao en chino significa hierba, pero es homófona de lo que en inglés equivale a fuck. Entonces empiezas a ver como del suelo se levanta una escultura que dice «¡jódete!». Pero Ai Weiwei no se dirige al espectador que decide contemplar su obra sino a las instituciones y los imperativos que se imponen al artista y al visitante para crear una imagen borrosa de la realidad. 

Ai Weiwei
Cao
2014

Así se mueve por el mundo, injuriando contra todo lo que se encuentra. Volvemos a encontrarnos con este motivo en la serie Study of Perspective, 1995 – 2011. Durante todos esos años, justo antes de ser detenido por el gobierno chino, Ai Weiwei estuvo viajando a diversas ciudades y retratando lugares muy conocidos junto a su «dedo del corazón irreverente y desafiante». De esta forma ataca al gobierno de su país, al de Alemania o al de Estados Unidos, se revela contra el pasado clásico en el Coliseo romano, se queja de la masificación turística frente a la Torre Eiffel, se ríe de las imposiciones canónicas del Guggenheim de Nueva York e incluso critica el pasado fascista español que se conserva todavía en el Valle de los Caídos. Ai Weiwei no deja títere con cabeza en una ayuda a las personas para que reflexionen sobre lo que les envuelve, para que piensen por sí mismos y tengan consciencia de sus derechos fundamentales. «La libertad conlleva el derecho a cuestionarlo todo.»

Ai Weiwei
Study of Perspective, 1995 - 2011

Como avanzaba antes, su constante crítica a los imperativos institucionales provocaron que el gobierno de China encarcelara al artista por denunciar la sumergida dictadura que todavía dirige la nación. Ai Weiwei es de los pocos que ha intentado que el pueblo chino conozca las imágenes de los sucesos de la plaza de Tian’anmen, ya que quince años después parece ser una información desconocida para la gran mayoría de la población. Esta intensa denuncia es lo que provoca la gran cantidad de documentales que pueblan la exposición. Es clave el llamado Ai Weiwei’s Appeal ¥15,220,910.50, donde se habla de su detención de 81 días durante 2011 porque fue acusado de cometer fraude fiscal a través de su estudio. El número de yenes corresponde a la contribución económica que miles de personas de alrededor del mundo aportarían para pagar su fianza. A día de hoy, el caso ha quedado en el aire sin resolver. Se pone de manifiesto, una vez más, la grave falta de democracia en China, la incompetencia del funcionariado estatal y el silencio de los principales gobiernos mundiales.



Es reconfortante llegar al final de la exposición y poder sentarse en las mismas sillas y frente a la misma mesa del estudio de Ai Weiwei. Este lugar es el que justifica el título de todo el recorrido. Tras hacer una visita ciertamente cruda sobre la falta de libertades en su país natal, el artista nos permite sentarnos a su mesa como si fuéramos uno más. Pero él no está, sigue retenido en China, desde donde mantiene difíciles contactos con agentes de todo el mundo que se dedican a mantener vivo su artivismo. Es el perfecto lugar para sentarse a reflexionar con los que nos hayan acompañado o, como en mi caso, si hemos ido solos, debatir interiormente o con desconocidos lo que acabamos de ver. Es de agradecer que Ai Weiwei cumpla con lo que propone: no se limita a denunciar sino que actúa para que las cosas cambien, cueste lo que cueste. A pesar de no estar sentado en esa mesa con nosotros parece decirnos «muévete ya o acabarás tan pisado como los demás.»

Charlie W.


La exposición On the table. Ai Weiwei puede visitarse en La Virreina, Centre de la Imatge (Barcelona) hasta el 1 de febrero del próximo año.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Algunas palabras sobre ESTHER FERRER

«No he hecho nada para recibir este premio, no entiendo por qué me lo dan. Sobre todo, porque soy muy crítica con la desastrosa política cultural del Gobierno.» Así de sorprendida se declaraba esta semana Esther Ferrer a El País, tras obtener el Premio Velázquez de las Artes Plásticas «por la coherencia y el rigor de su trabajo durante cinco décadas, en las que destaca como una artista interdisciplinar, centrada en la performance y conocida por sus propuestas conceptuales y radicales.» Es el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte el encargado de otorgar este galardón. La misma entidad que se está dedicando a derrumbar los pilares fundamentales de nuestra sociedad, creando autómatas sin cerebro ni corazón, obedientes y vacíos. Pero no nos pongamos tensos. Aprovechando la ocasión, dedico la entrada de hoy a repasar algunos aspectos de la carrera de Esther Ferrer que me han ayudado a pensar el arte con un enfoque distinto. Debo decir que no la conocía tanto como a otros artistas sobre los que he hablado aquí y ha sido un placer descubrirla otra vez.

Llegué a ella a través de una de sus primeras y más conocidas acciones, Íntimo y personal. Con estas palabras escritas sobre su cuerpo desnudo, la artista permitía que los participantes midieran partes de su cuerpo, del de ellos mismos y del cuerpo de los demás. Todas las medidas iban siendo apuntadas. Los números resultantes podían sumarse, dibujarse en el suelo, quemarse o no hacer nada y marcharse de la performance. Se deriva de ello lo innecesario del absoluto control sobre el cuerpo. Si vamos al contexto –final de los años 70– entendemos que Esther Ferrer fue una de aquellas primeras que se dio cuenta de la obsesión de las personas por ellas mismas y de lo improductivo de este acto. Por tanto, el largo del índice derecho o la circunferencia craneal no nos indica absolutamente nada. Son puros datos que no deberían tener implicación en el desarrollo interno del ser y en la relación con los otros.

Esther Ferrer
Íntimo y personal
1990

Supongo que esta performance en concreto es tan conocida porque en ella se muestra gran parte de lo que propondría la artista en posteriores creaciones. Esther se define como minimalista, intentando reducir al máximo los objetos que aparecen en sus acciones, haciendo que su cuerpo sea el único conducto entre ella y el público. Es la pobreza de materiales lo que la lleva a conseguir una riqueza de contenido. Se desprende de todo para despejar cualquier duda sobre lo que quiere dar a entender. Además, considera que el soporte modifica el concepto. Por eso podemos ver una misma obra con diferentes versiones producidas por los cambios de soporte que Esther aplica. Es el caso de Recorrer un cuadrado de todas las formas posibles, que con motivo de la exposición En cuatro movimientos (Museo Artium de Vitoria, 2011  2012) se encontraría en el espacio físico, en los muros, sobre dibujo y performativamente.

Tanto Íntimo y personal como Recorrer un cuadrado de todas las formas posibles nos llevan a otra de las constantes de la obra de Esther Ferrer: la repetición. En el caso de la primera propuesta, 1977 sería su origen pero, si no me equivoco, a día de hoy la sigue realizando. Si no es así, hasta hace pocos años todavía la repetía. En el caso de la obra del cuadrado, es el acto de recorrerlo de todas las formas posibles lo que genera nuevas obras. Con la repetición se encarga de provocar nuevas experiencias porque repetir es volver a hacer pero siempre de forma distinta. Siempre hay una variable que provoca un cambio en la obra. Esto liga con la idea que tiene Esther Ferrer de la performance: arte del tiempo, del espacio y de la presencia. Estos tres componentes son los que van a provocar que una acción se realice de una determinada manera y los cambios en ellos lo pueden modificar todo.

Esther Ferrer
Recorrer un cuadrado de todas las formas posibles
1997
Si eliminamos la presencia, la performance desaparece –bajo el punto de vista de Esther– y nos queda la instalación, campo donde también ha ahondado. A mí me gustaría destacar las que ha dedicado a los números primos. «Lo primero que sorprende cuando se comienza a trabajar con la serie de los números primos es que –cualquiera que sea el sistema utilizado– el resultado es siempre equilibrado, hermoso, y lo segundo que cuanto más grande es la obra, es decir, cuanto más números la forman, más interesante es la estructura, nunca simétrica, siempre en movimiento. Por ello siempre he pensado en realizar obras monumentales como suelos, muros, tapicerías, etc.» Con esta afirmación nos acerca la artista a su intento de materialización de los números primos. A través de ellos ha creado instalaciones de cuerdas donde conecta unos con otros, dibujos en los que se crean conexiones que se equilibran y suelos que responden a una lógica cósmica. Esther Ferrer ha visto en estos números la poética del caos universal, un alboroto de puntos que en conjunto parecen ordenados y estables.

Ésther Ferrer
Instalación basada en la serie de los números primos
1996

Se aleja esta práctica de lo que comentábamos al principio, cuando la artista formaba parte del grupo ZAJ, surgido en plena dictadura franquista con la intención de experimentar en el happening y la performance y con una gran influencia del movimiento Fluxus de John Cage. Ahí es donde también observamos una vertiente de Esther Ferrer, la que crea un arte comprometido con pinceladas de ironía. Su trayectoria no mantiene una constante crítica con los sucesos mundiales o nacionales pero sí deja entrever intentos de motivación del pensamiento sobre el cuerpo, la edad o el paso del tiempo. En Esther Ferrer vemos una artista polivalente, un manso río constante de reflexión y de reflexión sobre la reflexión. Esther es una línea que avanza, se retuerce sobre sí misma, vuelve a comenzar, se corta, salta y se bifurca. Es como el rizoma de Deleuze, un punto del que salen múltiples raíces, pudiendo afectar e incidir sobre las otras, expandiéndose en el tiempo y el espacio, como los números primos.

Charlie W.


Para empezar a profundizar en Esther Ferrer, recomiendo una breve pero interesantísima entrevista que se le realizó en el año 2012 a la artista en el programa Metrópolis de La 2.

domingo, 9 de noviembre de 2014

“Magical Girl”, análisis de rearme de un puzle cinematográfico

Lo que van a leer a continuación no es un simulacro. He decidido lanzarme al análisis de cine. La obsesión que me provocó el visionado de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) hace un par de semanas, me pide que escriba sobre ella. Es una pieza de arte completa y perfecta de la que necesito decir algunas cosas. Es por ello que advierto –para que luego no haya afectados– que voy a describir muchas escenas de la película. Así que recomiendo verla antes de leer lo que viene ahora, sobre todo porque no me voy a dedicar a narrarla. No hace falta añadir que todo está al servicio de mi libre interpretación. Dicho queda.

Para ponernos en situación y por si todavía queda alguien al que sobrepasan las ganas de leer esto antes de visionar la película, debemos recordar a Luís (Luís Bermejo) profesor en paro y padre de Alicia (Lucía Pollán) que intentará satisfacer uno de los deseos de su hija afectada por un cáncer terminal: conseguir el tremendamente caro vestido original de la serie de anime Magical Girl. El azar, el destino, la casualidad o algún ente superior, dejará involucrados a Bárbara (Bárbara Lennie) y Damián (José Sacristán) en un terremoto de chantajes.

Me gustaría comenzar por el momento en que los dos polos de la película quedan conectados: mientras que Luís intenta asaltar una joyería, Bárbara le vomita encima desde el balcón de su casa, producto de un intento de suicidio con la ingestión de multitud de pastillas. Es así como la relación sexual que se acaba provocando entre ellos dos llevará a Luís a chantajear a Bárbara con mandarle el audio de lo que han hecho esa noche a Alfredo (Israel Elejalde), el marido de ella. Justo antes de no dejarnos ver como se acuestan, Luís la intenta besar y ella le frena. Aquí parece que se esté diciendo al espectador que el sexo en esta película entre estos personajes es únicamente necesario para lo que debe venir después, nada más. Por eso se pasa directamente de ahí al momento por la mañana en qué Bárbara se despierta sola. No vamos a ver otra escena de sexo al uso, simplemente debe resolverse con ello.

Hay otro momento, antes de este, en el que el director parece volver a dirigirse al espectador: unos amigos visitan a Bárbara y Alfredo y dejan que ella coja al bebé. Sujetándolo, se da la vuelta, la cámara la capta de espaldas y ella comienza a reír. El público se altera, sabe que algo está a punto de hacer. Hasta que Bárbara vuelve a girarse y les dice a los demás, como si nos dijera a nosotros, algo así como «No puedo dejar de pensar la cara que pondríais si lanzase al bebé por la ventana». Así que, desde un principio, Vermut nos está asegurando que va a hacer con nosotros lo que quiera y que nos tiene controlados. Es la voz del director que pasa a través de la actriz para advertir que no hay nada dicho hasta que ocurre y que esta no es una película corriente de sucesos estereotipados.

Volviendo a lo que decía antes, hay más de un momento en el que no se muestra lo que pasa. Es el caso de las visitas de Bárbara a la casa de Oliver (Miquel Insua), algo así como un millonario que tiene un lugar en el que se puede ganar mucho dinero a cambio de sexo sin medida. En dos ocasiones se nos lleva allí y en ningún momento vemos nada más allá de las puertas donde supuestamente ocurren escenas de un sexo terriblemente violento. El espectador agradece que no se muestre porque no es necesario, generaría un morbo peyorativo. Poder extraer conclusiones que aparentemente son sencillas ayuda a la conexión entre el que ve y lo que se está viendo porque nunca se rompe el flujo de pensamiento.

Es precisamente en esa casa donde nos vuelve a hablar Vermut de la misma forma en qué lo hace previamente en casa de Ada (Elisabet Gelabert), la mujer que pone en contacto a Bárbara con Oliver. La primera vez que las dos mujeres se ven, Ada le dice a Bárbara que le gusta su nueva herida, la de su frente, la que le acompaña toda la película. Y es eso lo que piensa el espectador cuando se la hace. Pero ya volveré luego a ese momento. Lo que relaciona el comentario de Ada con la casa de Oliver es que será allí donde veamos a Bárbara desnuda, llena de cicatrices, de cortes, de heridas, y será cuando pensemos cómo diablos nos puede sorprender esa imagen si es evidente que se autolesione. Vermut parece decir «¡Espectador! ¡Te ha encantado esa cicatriz de la frente de Bárbara y, sin embargo, te ha dolido su cuerpo enteramente herido! ¡Bobo! ¿Cómo puede ser que no te hayas dado cuenta?».



Carlos Vermut parece tomar unos personajes totalmente almodovarianos que nos sorprenden como lo hace el cuerpo de Bárbara cuando no debería ser así por las cualidades que remarca el director de ellos: Ada, como mujer lesbiana casada de una edad relativamente avanzada; Alicia, una niña con leucemia con el pelo extremadamente corto y vestida de personaje de anime; Oliver, un millonario en silla de ruedas; o Pepo (Javier Botet), el drogadicto afectado por el Síndrome de Marfan –cosa que no se comenta en el film–. Lo que quiero apuntar es que incluso en los personajes se detiene Vermut para decirle al espectador que sí, que son particulares, pero que son más reales incluso que los protagonistas.

Regresando a lo que decía antes, está claro que la escena en qué Bárbara se hace una brecha en la frente contra el espejo de su casa es una de las motivaciones de toda la película. Es bellísimo verla sangrar, tirada en el sofá, a punto de decidir suicidarse, mientras escucha Niña de fuego, una canción que Manolo Caracol le cantaba a Lola Flores y que Vermut descubrió en una versión de Pony Bravo –una muestra más del tremendo conocimiento de la cultura pop del director–. Esa herida es la culpa, es la marca en la frente de Caín por la que nadie pudo matarlo pero que supuso el martirio hasta su muerte. Bárbara está marcada desde el inicio por algo que va a suceder. Cada una de las marcas de su cuerpo simboliza la culpa de todo el mal cometido.

Es ahí donde se canta «mujer, que lloras y padeces, te ofrezco la salvación». Ese es Damián cantándole a Bárbara, su antiguo profesor, al que dejó en ridículo ante toda la clase, pero que ha estado toda la vida obsesivamente enamorado de ella. Por eso la creerá cuando le dice que ha sido Luís el que casi la mata. Y por eso decidirá matarlo a él. Y Luís cometerá el fallo de reconocerle a Damián que Bárbara se acostó con él libremente. El viejo profesor no puede soportar que su amada alumna, la que seguramente nunca le ha dejado tocarla, se haya acostado con un cualquiera. Damián mata a Luís y al dueño del bar y a un hombre que había allí viendo el fútbol… y a Alicia, para salvarse a sí mismo de Bárbara, para que lo lleven de nuevo a la cárcel y escapar de la niña de fuego que lo lleva martirizando toda la vida.

Porque llegamos a descubrir que la película no es más que una historia que se repite, que Damián ya había estado en la cárcel. Intuimos que por matar a otro hombre, quizás otro inocente que pasó por la vida de Bárbara y que ella decidió que tenía que desaparecer. En la presentación de esta neurótica vemos como su marido le dice que es una niña caprichosa y tonta. Si el capricho de Alicia era un vestido, el de Bárbara es la destrucción de los hombres que ella decida. Por si no hubieran suficientes paralelismos entre Alicia y Bárbara y entre Luís y Damián, recordemos como la niña manda una carta a la radio, dedicada a su padre, donde le dice que los hospitales le gustan porque cuando despierta, su padre siempre está a su lado. Cuando Bárbara es supuestamente apaleada en casa de Oliver, Damián es el que la encuentra, el que la lleva al hospital y el que está a su lado cuando abre los ojos. Si Bárbara estaba casi muerta en el rellano del edificio de Damián, también lo estaba Alicia cuando se desmaya al empezar la película y Luís la encuentra tirada en el suelo.



De principio a fin, la película queda hilada. La niña Bárbara escribió en una nota que su profesor Damián daba pena. Él pide que se la entregue pero la niña la hace desaparecer. O se esfuma, no lo sabemos. Al final, Bárbara le pedirá a Damián que le entregue el móvil con la prueba de su adulterio. Y este también lo desvanecerá. Es esa la niña mágica, la magical girl. No sé si quiero expresarlo así pero aun cometiendo la culpa, Bárbara queda salvada. Luís, que una vez encontró una pieza de puzle que correspondía a uno que estaba armando Damián, es el que acaba sufriendo el peso de una Ley que va más allá de la película. Por una sola pieza que se pierde, Damián desarma todo su puzle como si su mundo se derrumbara. La última pieza nunca llega a encajar, un elemento que queda suspendido para que el espectador pueda seguir cavilando sobre lo que acaba de ver a pesar de estar sobrecogido por lo que se le acaba de contar. Así debe ser el cine como objeto del arte, un puzle que estalla justo antes de que lo hayamos armado.


Charlie W.

domingo, 26 de octubre de 2014

#TOP5 Besos

Hace un tiempo, a comienzos de junio, decidí dedicar el inicio de cada mes a una entrada en formato TOP5, es decir, crear una lista de cinco cosas que tuvieran relación entre sí para que tuvierais la oportunidad de conocer algunas pinceladas de estas e investigar por vuestra cuenta. Después de mi retiro veraniego y mi falta de tiempo este octubre, la sección había quedado desolada hasta hoy. Por eso, a pesar de no ser primero de mes, quiero dedicar mi entrada a la representación del beso en el arte contemporáneo. Como apunte, debo decir que no voy a numerar las obras del 1 al 5 como hice la vez anterior porque no quiero que en ellas se establezca una jerarquía. Las doy tal como vienen. Vamos a ver, pues, cuáles han sido, bajo mi punto de vista, cinco de los contactos labiales más intrigantes, pasionales y sorprendentes de los últimos años.

Joan Fontcuberta, El món neix en cada besada, 2014
Comienzo por uno de los besos más recientes y próximos a mí. Se trata del gigantesco mosaico creado por el artista Joan Fontcuberta colocado este mismo año en la plaza Isidre Nonell de Barcelona. A partir de 4000 imágenes sobre cerámica, el artista ha conseguido formar un gran beso en un muro que, como él mismo define, no debe ser el de las lamentaciones. Con motivo del Tricentenari, los 300 años desde la caída de Barcelona ante las tropas de Felipe V, Fontcuberta ha querido mostrar una visión de futuro, un símbolo de amor y una idea que aquí es tremendamente extendida y parece no acabar de llegar fuera: que la sociedad catalana –y en especial la ciudad de Barcelona– está abierta al mundo, a acoger a aquellos que vengan y donde todo el mundo puede encontrar su lugar. La obra es un gran beso a los que estaban, a los que están y a los que estarán, y seguro que se convertirá en un nuevo icono de la ciudad condal.



Dmitri Vrubel¸ Mein Gott hilf mir, diese tödliche Liebe zu überleben, 1990
A pocos les sonará este título y este artista –yo soy el primero en desconocer que esta obra se llamaba así–. Pero si hablo de la East Side Gallery, la larga galería de graffiti sobre el muro de Berlín, y el beso entre Brezhnev y Honecker, a todo el mundo le viene la misma imagen a la cabeza. Esta obra tiene su origen en una fotografía de 1979 en que los dos protagonistas, altos cargos de la República Democrática Alemana (RDA), se besarían durante el 30 aniversario de esta misma. Aunque es común la idea de que el artista pretendía hacer una crítica al régimen comunista durante la Guerra Fría, lo único que quería mostrar era la unión de Europa y Rusia en un beso a pesar de su separación en la línea de un mapa. Pero leyendo el título (Dios mío, ayúdame a sobrevivir este amor mortal) no podemos más que pensar que algo de ironía va implícita en la obra. El estado lamentable del mural llevaría a Vrubel a repintarlo en el año 2009, con el temor que le provocaba desfigurar un símbolo mundial que él mismo había creado.



Pierre et Gilles, El beso, c. 1995
No podía faltar esta obra entre los cinco besos que quería mostraros. Me he aventurado a titularla –aunque estoy bastante seguro de que se llama así– y a darle una fecha porque he sido incapaz de encontrar su datación, aunque puedo intuir que se inscribe en la década de los 90. Poco hay que decir: homoerotismo, libertad sexual, supresión de los prejuicios y universo kitsch. Creo que la grandeza de esta pareja de artistas franceses recae precisamente en que no hace falta devanarse los sesos para que el mensaje llegue al espectador. Por supuesto, estoy totalmente a favor de un arte que intriga y que sobrepasa al que lo mira. Pero en algo tan real y tan carnal como un beso, y más uno entre dos hombres con las repercusiones sociales que ello causa todavía a día de hoy, no hace falta más que lo que se quiere mostrar. Claro que se toman la licencia de envolverlo todo en un aura barroca y, hasta cierto punto, cursilona. Pero es que la herencia de James Bidgood, padre de esta estética y del porno gay artístico, la llevan totalmente arraigada a la piel.



Constantin Brancusi, El beso, 1907
Viajamos ahora a un mundo totalmente opuesto a lo que acabamos de ver con Pierre et Gilles. Bajo el lema la simplicidad es la complejidad resuelta, Brancusi dedicaría su obra a encontrar la esencia de las cosas a partir de su reducción de formas. Por eso encontramos dos figuras antropomórficas entrelazadas y unidas por sus labios. Cabello, ojos, labios, brazos y cuerpo. Dos formas aparentemente divididas que luchan por fusionarse, formando un bloque compacto. Es la idea más pura del beso. La tosquedad de la obra es, precisamente, lo que conduce a pensar en el primitivismo que desprende ese beso, en la pureza que hay en él, un sentimiento que parece atrapado entre los brazos de los amantes. Me resulta inevitable pensar en El Banquete de Platón, cuando Aristófanes habla de los antiguos seres que fueron divididos por la cólera de Zeus. Eran los hombres, las mujeres y los andróginos, cada uno con cuatro brazos, cuatro piernas, un cuerpo circular y dos fisionomías. El temor de los dioses a que estos pudieran aumentar su poder hizo que quedaran partidos por la mitad, condenados a buscarse eternamente para volver a unirse. Quizás ese es el beso que nos enseña Brancusi, el de un ser que por fin ha podido volver a religarse y ser uno.



René Magritte, Les amants, 1928
Este es uno de los cuadros que más quebraderos de cabeza ha traído a los críticos y que, particularmente, más me ha perturbado. Poco debería decirse de él, más que cuatro apuntes formales. Entendiendo que Magritte trabaja en el puro Surrealismo, qué puede decir alguien de la obra si no está dentro de la propia mente del artista. Lo primero que uno debe comprender al contemplar Les amants es que no hay beso alguno, no hay boca a boca. Dejémonos, pues, de amantes desconocidos, de amores trágicos y de secretismos y vayamos a la vida de Magritte. En la biografía de un surrealista es donde suele encontrarse la llama que enciende su obra. Con 14 años, el artista tuvo que ver a su madre ahogada en el río Sambre, en su segundo intento de suicido, esta vez logrado. El vestido le tapaba la cara. René Magritte negó hasta la saciedad que su obra rememorara aquel hecho. Dalí también negaba haber amado a Lorca y se murió con su nombre en los labios. ¿Quién puede entender a un surrealista? Sea como fuere, los amantes de Magritte seguirán intrigando a las generaciones venideras con un beso que ni siquiera es un beso.




Charlie W.

domingo, 5 de octubre de 2014

El arte de no hacer nada

A veces, cuando uno intenta adentrarse en un tipo de cine más complicado que la comedia romántica o la acción hollywoodiense, se siente desconcertado. Me viene a la mente, por ejemplo, Nostalghia (1983) del excepcional Tarkovski. En concreto, quiero dedicar este inicio a la escena con que se cierra la película: nueve minutos de plano secuencia en los que un poeta cruza una piscina vacía con la intención de llevar de un lado a otro una vela encendida. Dos intentos fallidos y un logro final. No vengo a hablar ni de Tarkovski, ni de Nostalghia, ni del débil Gorchakov –aunque podría pasarme horas haciéndolo–. A lo que me refiero es que hace falta una cierta educación previa antes de llegar a este tipo de obras de arte para no morir del aburrimiento y quedarnos con la idea de que nos la han colado y que nada tiene sentido. Pero, a veces, hay artistas que se aprovechan del desconocimiento general para engañar. Y el público, que sigue siendo tremendamente incauto, se lo acaba creyendo.


Hace unos días me llegó la noticia que comentaré a continuación. Agradezco, de antemano, a la gente que me envía estas cosas porque acaban siendo el germen de algunas entradas como esta. La cuestión es que la web de CBC, un diario online canadiense, publicaba lo siguiente: «Artista de Nueva York crea arte invisible y los coleccionistas pagan millones». La propuesta era tan simple que basta con leer las declaraciones de la supuesta artista, Lana Newstrom: «El arte habla de la imaginación y eso es lo que mi trabajo exige a la gente que interactúa con él. Deben imaginar que la pintura o la escultura está frente a ellos». Por si no quedaba suficientemente claro, la noticia iba acompañada de una imagen en la que se podía ver un grupo de personas fascinadas frente una pared vacía. Las redes sociales quedaron estupefactas y la noticia corrió a ritmos frenéticos, llegando a cada ordenador. Al final todo se resolvió: en la radio de CBC anunciaban que todo había sido una parodia pensada para un nuevo programa de humor. No llega ni mucho menos al nivel de Operación Palace de Jordi Évole pero debe reconocerse que es un puntazo.

Entusiastas del arte admiran las pinturas y esculturas de Newstrom
en la Schulberg Gallery en Nueva York
, según decía el pie de foto en la web de CBC
Ahora bien, a pesar de la sorpresa de miles de internautas, el enfado de algunos por los desorbitados precios de una obra invisible y los grupos de esnobs que son incapaces de reconocer lo estúpido de pagar millones por nada, podemos sacar una conclusión: el mundo es tremendamente ingenuo. ¿Cómo se puede recibir una noticia así, que sólo ocupaba un par de minutos leerla, y no buscar rápidamente más información en lugar de extenderla por las redes sociales? Me da rabia aceptar que dentro del arte contemporáneo hay mucho estafador y mucho sacacuartos que podría llevar a la práctica lo mismo que sucedía con esta broma. Y eso acaba provocando una mayor desconfianza por parte del público y una imposibilidad de conocimiento de lo que realmente es el arte actual.

La semana pasada explicaba lo poco que me había aportado la performance de Marina Abramović en la Serpentine Gallery. Después de ver lo sucedido me he dado cuenta de que Marina no quería que sucediera nada, que no es que yo no hubiera captado el sentido de la acción sino que no tenía sentido alguno. Daba igual cortar la audición del visitante, cerrar los ojos y callarse. Si la propuesta hubiera ido en el sentido contrario, haciendo que la gente corriera, chillara y diera saltos durante horas, el resultado habría sido el mismo: nada.

Andrea Fraser
Projection
2008
Todo esto me permite hablar de algo que me sucedió este verano en la Tate Modern y viene perfectamente a colación. Me adentré en una sala en la que se proyectaba un vídeo de Andrea Fraser en el que ella, sentada, se dirigía al espectador y narraba experiencias vitales. Yo me coloqué en la pared opuesta a la imagen, de pie, dejando libres los taburetes centrales. Al poco rato, la proyección se apagó pero el audio continuaba. Así que supuse que aquello no había terminado. Seguidamente, entraron unos ancianos que fueron directos a sentarse y se quedaron mirándome. Aluciné. No quise decirles que la proyección empezaría en la otra pantalla. Me quedé petrificado. Y ellos allí se quedaron un buen rato, mirando y sin decirme nada. Cuando por fin se fueron, yo esperé unos segundos y justo cuando me di la vuelta para irme, vi que la proyección estaba ahora en mi lugar. Me había pasado unos diez minutos allí quieto con Andrea Fraser hablando encima de mi cuerpo.


Dejando a un lado lo estúpido que me sentí en aquel momento y la cantidad de salas por las que pasé corriendo para no mezclarme con el grupo de ancianos, todavía sigo dándole vueltas a una cosa: ¿llegaron a pensar que yo era parte de todo aquello? En ningún momento nadie me dijo nada. Yo era consciente de que me miraban porque pensaban que era parte de la instalación pero tiene mucho más sentido porque la proyección me estaba iluminando. Con esto no me las quiero dar de obra de arte, suficiente vergüenza voy a arrastrar el resto de mi vida. ¿Se hubieran sentido estúpidos aquellos ancianos si yo hubiera decidido marcharme, descubriendo que lo que ellos pensaban que formaba parte de la sala tan sólo era un tipo despistado?  Al mismo tiempo, ¿cuán estúpidos no se habrán sentido los que, creyendo que la propuesta de Lana Newstrom tiene una cierta lógica y realmente su obra debe tener un elevado precio, no es más que una burla? La sociedad dejará de ser engañada en el momento en que ponga fin al arte de no hacer nada.


Charlie W.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Mi experiencia con MARINA ABRAMOVIĆ

Marina Abramović se ha convertido en una estrella del pop. Me dirijo a ella en estos términos porque, a pesar de que a cada paso que da le surgen más detractores, yo todavía encuentro un punto artístico en su trabajo. Y el pop, le pese a quién le pese, también es arte. Aunque también el pop puede no serlo y Marina debería ir con cuidado. El pasado agosto tuve la oportunidad de viajar a Londres y visitar la Serpentine Gallery, un lugar en el centro de Kensington Gardens en el que Marina estuvo desarrollando su performance a lo largo de 512 horas, interrumpidas por el cierre diario de la galería. 

Ante todo, debería matizar el término performance en cuanto a lo que allí me encontré. Se proponía al visitante dejar cualquier objeto personal atrás y llevar puestos una especie de auriculares gigantes que aislaban el ruido por completo. El espacio se dividía en tres: una sala central en la que uno podía sentarse en sillas de madera o colocarse en una plataforma central, una sala a la derecha en la que se podía pasear y una sala a la izquierda donde tumbarse en una especie de camas bajas. Es fácil comprender que la propuesta de Marina era aislar del mundo exterior a los visitantes de la galería. ¿Por qué? No me quedó nada claro.



Si bien es cierto que al principio me angustié por el absoluto silencio y el hecho de sentarme frente a una pared me produjo algo de claustrofobia, a los pocos minutos me fui adaptando, me cambié de sitio y pude “disfrutar” de la experiencia, si es que realmente aquello era un disfrute. Ni me dediqué a caminar por una sala, ni me tumbé en las camas -¿estamos locos?- pero sí tuve momentos en los que no pensaba absolutamente en nada y llegué a dejar de pensar cuánto tenía que durar aquello y qué diablos estaba haciendo allí. Incluso a mi salida no me apetecía hablar: la visita me dejó tan relajado que no lo necesitaba. Ahora bien, hay dos cosas que me mosquean enormemente de esto.

La primera de ellas es que no me aportó nada nuevo. En la oscuridad de una habitación, con el teléfono apagado y sin relojes, uno puede desconectar al mismo nivel que en la galería. De hecho, en tu soledad puedes desconectar mucho más del mundo porque el personal de Marina –o gente anónima, aún no sé bien quién era aquella gente– se dedicaba a arrastrar a algunas personas al centro de la sala para implicarlos en la acción. Personalmente, no me gusta ni que me toque un desconocido ni mucho menos que me fuercen a algo que no quiero. Pero oye, si la señora Abramović cree que eso es lo necesario para que alguien llegue a no pensar en nada... ¡Que lo mismo me estoy aventurando y no era la propuesta! Quizás Marina buscaba una conexión entre todas las personas que allí nos encontrábamos. O puede que todo fuera parte del “Método Abramović”, que tanto ha popularizado Lady Gaga. Quién sabe, lo mismo algún día cantan juntas, a pesar de la muerte cerebral de los Little Monsters. La cuestión es que a uno no le queda muy claro qué diantres está haciendo allí cuando abre los ojos y observa como un grupillo de gente con los auriculares aislantes propios de un obrero se sientan alrededor de otros que parece que aspiran a la levitación. Me resultaban menos satánicas performances como Rhythm 5, en la que Marina saltaba al centro de una gran estrella en llamas. Adorable.

La segunda cuestión que me molestó de todo esto fue la implicación de Marina y por la que he deducido que se ha vuelto una estrella del pop. ¿Qué papel tenía ella en su propia obra? El mismo que cualquier otro que se pasara por allí. Se mantenía sentada, se daba una vuelta y en algún momento la vi hablar con otras personas. Sí, es cierto, artista es aquel que materializa la idea. Todos sabemos que cualquiera podría haberlo hecho pero ella ha sido la primera. Hasta ahí estamos de acuerdo, es el tema de siempre. Pero después de la retrospectiva de 2010 en el MoMA –en la que recuperaba muchas de sus acciones y se mantuvo 700 horas sentada frente a los visitantes del museo– uno espera que deje atrás el fanatismo para volver a la radicalidad. ¿Dónde está la Marina que rompía la sensibilidad del espectador, esa artista que hacía sufrir, que obligaba a la gente a maltratarla, que se golpeaba y se gritaba con su amado Ulay y que llegaba a poner en riesgo su vida? Puede que le haya pasado como a Gina Pane, que haya dejado atrás el maltrato para hacer una reflexión más espiritual sobre el cuerpo en esta etapa más madura de su vida. Pero quizás no era necesario convertirse en una diva. Y no seré yo el que la critique por ello cuando soy adorador, como es ampliamente sabido, de Andy Warhol, seguramente una de las mayores divas de los 70 y los 80. Pero si después de pasarse 40 años poniéndose al límite y forzando al espectador a reflexionar ahora se dedica a pavonearse por las galerías de medio mundo, auguro, muy a mi pesar, que la diva se comerá a la artista.

Charlie W. 





domingo, 22 de junio de 2014

Quicios de la luz

En el año 1912, oponiéndose al mundo académico, el artista Wassily Kandinsky escribiría un breve tratado teórico, De lo espiritual en el arte, del que alguna idea puede seguir siendo vigente a día de hoy. «Es bello lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello será lo que sea interiormente bello.» Creo que este puede ser uno de los conceptos claves que determinarían el arte contemporáneo. Aquello que hay dentro del artista es lo que surge en el arte y va hacia el espectador. De esta forma, se rompe con la representación de un sentir común para dar espacio a la subjetividad, a pesar de que esta pueda ser similar en multitud de sujetos. El fallo de Kandinsky es, a mi parecer, que afirma que sólo lo bello es lo que brota del ser porque sólo hay Belleza en el alma.

El ser es terrible, lleno de contradicciones, opuesto a sí mismo, arrojado hacia fuera y vuelto hacia adentro. «Lo bello no es sino el comienzo de lo terrible», que diría Rilke. De hecho, este verso está fechado en el mismo año de la publicación de Kandinsky. Por tanto, tenemos un ser del que brota lo Bello y lo lleva a la obra pero esto no es más que el comienzo de lo terrible. Pero no terrible en el sentido de terrorífico, sino de terribilidad, una cualidad abigarrada, que estremece y sacude, un terremoto del alma. Lo Bello es el quicio de la puerta hacia otra cosa. Atravesar el quicio –si es posible hacerlo– es llegar a un punto que se nos escapa desde nuestra concepción en el mundo. En condiciones físicas es seguramente imposible siquiera acercarse al quicio de la puerta.

¿Qué sería, efectivamente, colocarse en ese límite? Un éxtasis, la salida de sí. Al igual que Santa Teresa expiraba cuando Dios entraba en ella, el artista es capaz de captar desde esa región para volver y dar forma al arte. Suena descabellado pensar en un éxtasis místico desde el siglo XXI. No hace ni cien años que podía pensarse en tales términos. La realidad virtual está consumiendo la capacidad del ser de salir de sí. El mundo cibernético está absorbiendo el alma de los sujetos. Pero para seguir avanzando en la idea de lo espiritual en el arte hay que hacer el esfuerzo por aceptar lo que se está diciendo.

Si volvemos a Kandinsky, encontraremos como su trabajo se centró en investigar aquello que para él podía ser más allá. Como ya dije en una entrada anterior, su error –o el de la tradición histórica– fue considerar aquel tipo de arte como una abstracción. Aunque ejecutará unas creaciones “no figurativas”, el hecho de pintar en el lienzo lo seguía manteniendo anclado al mundo físico. Por tanto, el intento de representar la abstracción a la que el ser puede llegar en un éxtasis es imposible a partir de manchas y figuras geométricas. Posiblemente, la región de la que estamos hablando es irrepresentable.

Wassily Kandinsky
Composición1944
Lo que sí que podemos ver es el punto en el que se unen los dos mundos. Quiero aclarar que, aunque hable de una dualidad, ello no implica una división. Es decir, que el mundo físico de la obra y el lugar donde se coloca aquello de donde vienen puede ser uno. La diferencia está en el grado de visibilidad del ser. Puede que la obra de arte sea el quicio de la puerta que antes nombraba. Volviendo a lo que decía, el punto de unión entre las dos regiones puede intuirse en la figura del artista. La obra es únicamente el resultado de la experiencia. En el trabajo del artista está ese punto vinculante. Como siempre, el ejemplo más claro de ello debe estar en Jackson Pollock. Sólo hace falta imaginarlo sentado durante días, callado, hasta el momento en el que algo le hacía abalanzarse sobre el lienzo. No estoy diciendo con esto que Pollock ejecutara un viaje mental a otro plano existencial y pintara desde allí. Lo que yo veo en él es un intento de abstracción del mundo para alcanzar el impulso que le hiciera pintar.

Jackson Pollock frente a una de sus obras.

Si hay un artista que pareció entender que hay una totalidad dual vinculada, ese es Mark Rothko. Es, posiblemente, uno de los pintores más incomprendidos de toda la tradición. Pero es que antes de llegar a él hay que pasar por muchas otras cosas. Cuando uno tiene una mínima idea de lo que significa el todo y la nada, el ser y el no-ser, el estar en el mundo y el estar fuera del mundo y las excursiones del alma, entonces puede acercarse a Rothko y ver con ojos renovados. Ese es el quicio de la puerta. Cuando uno contempla su obra, sabiendo lo que puede decir, se da cuenta de lo complicado del asunto que estamos tratando. Intentar ir más allá de Rothko con las palabras es hartamente complicado. Podemos decir que Rothko nos habla del mundo en contradicción. O no, exactamente. Yo diría de aquello catafático y aquello apofático, es decir, que en lo que alcanzamos a comprender hay una cara oculta que no entendemos, que lo que afirmamos también debemos negarlo y que así conseguiremos distinguir entre lo que percibimos como un concepto y lo que está en lo abstracto. Que lo Bello de lo que hablábamos es el quicio y que después de este hay algo más.

Mark Rothko
Número 61
1953
Si accedemos a la última fase pictórica de Ad Reinhardt, el ideal que presentaba Rothko es más preciso aún, aunque su percepción es sumamente complicada. En la serie de pinturas negras, Ad Reinhardt crearía unas composiciones con distintas tonalidades de negro en las que está acaeciendo lo mismo que en Rothko. La diferencia es que en Reinhardt todo parece unirse. Los tonos de color son tan mínimamente cambiantes que el espectador prácticamente lo ve todo negro. Así es como se presenta que el absoluto no es plano sino que tiene infinitos puntos que no alcanzamos a ver. Rothko, en cambio, marcó de forma más evidente la diferencia entre lo que es de aquí y lo que también es de aquí pero llamamos de allí.

Ad Reinhardt
Abstract Painting
1963

Una última puerta: Antoni Tàpies. Mi predilección por él era escasa hasta que pude empezar a comprenderle después de haberlo hecho con los anteriormente mencionados. Creo que es consciente de lo imposible de representar lo abstracto, que los que lo han intentado antes de él no han podido y por ello incluye algo nuevo. Los símbolos y las palabras en la obra de Tàpies son un nuevo intento de aproximarse a este otro lado. Dejaré de lado los símbolos porque no alcanzo a comprenderlos enteramente y considero que siguen siendo demasiado físicos. Pero en las palabras de Tàpies veo pistas. Es como si dijera: aquí he querido pintar el nirvana, justo al lado de la nada. El espectador puede hacer así un ejercicio de representación mental que le acercará a lo que pretende decir el artista.

Antoni Tàpies
Sala de reflexió
1996

En definitiva, para cerrar el círculo, Kandinsky no erró del todo al decir que el artista extrae de él lo Bello para ponerlo ante los ojos del espectador. El problema está en comprender que es realmente la Belleza. Podemos empezar a pensar, entonces, que esta, dicha así, es como una de las palabras que Tàpies remarcaba en sus creaciones. Si en un lienzo escribiera alguien la palabra Belleza y lo colgara en un museo, el visitante haría un ejercicio mental y se dirigiría a cánones muy concretos. El ser debe vaciarse del concepto de Belleza como algo bello en sí y acercarse a ella como el límite de lo terrible, de aquello que está más acá del alma.


Charlie W.

domingo, 8 de junio de 2014

¿De quién queréis ser siervos?

Estamos anclados. Maldita Posmodernidad. Llevamos unos 40 años en los que no hemos avanzado nada. Y no, no me refiero a la situación política. Ese es otro asunto. Aquí hablo de arte, de la práctica artística a nivel mundial. Podemos afirmar con total rotundidad que hay muy poco más allá de las performances americanas de los años 70. Por supuesto que la aparición de nuevas tecnologías ha dado lugar a otros soportes insospechados pero es el único cambio estimable. Todo lo que se está haciendo ahora es una reinvención tras otra de la Historia del Arte.

La gente exclama: «¡El arte contemporáneo apesta! ¡No tiene ningún sentido! ¡Quemad las obras del último siglo!». Y no es una parodia. Me he visto en más de una conversación del estilo. Quemémoslo, pues. Suprimamos el arte surgido en los últimos 100 años. Eso sí: sepa aquel que lleve la antorcha que nos va a reducir a todos a cenizas. Porque el arte, señoras y señores, es el máximo exponente de la cultura. Es el mejor narrador que tenemos para explicar qué somos. Si algo refleja una obra es el ser en el tiempo, una especie de dasein heideggeriano. Podemos engañarnos creyendo que la televisión y el cine han destruido la oralidad y la textualidad de la cultura, pero así olvidaremos que el arte ha sido siempre visual y que su diálogo con nosotros no tiene palabras.

Al ser actual le toca avanzar. Si el mundo ha cambiado, ¿por qué no puede hacerlo él también? ¿Qué es lo que ha pasado para que no se produzca un punto y seguido? ¿Será desinterés? ¿Miedo, quizás? ¿Holgazanería? ¿Han muerto las musas? O peor aún, ¿han muerto el arte y los artistas? Soy de los que opinan –supongo que alguien más habrá– que Danto no acertó al decir que el arte había muerto. Defiendo que el arte sigue vivo. Pero débil. Al mismo tiempo, creo que también puede haber sucedido un cambio de paradigma y que no nos hayamos dado cuenta. Es decir, que el arte haya llegado a su fin o, si más no, esté detenido, y que la práctica artística actual sea algo del mismo nivel pero con algo distinto. No sé qué es ese algo. Pero en él radica el poco aprecio que la sociedad contemporánea tiene por su arte. Porque es suyo. Si el arte es representante de una cultura, lo que se está haciendo ahora representa a los seres que habitan el mundo.

Jaume Plensa
Body of Knowledge
2010
¿Por qué seguir aferrados al pasado? ¿Cómo puede avanzar una sociedad si no deja de mirar hacia atrás? Tampoco estoy hablando de fijar la vista en un lejano horizonte. Yo hablo del ahora. Debemos pensar en el momento actual. Si realmente hay un desinterés por el arte contemporáneo, ¿cómo vamos a superarlo si todavía se espera un regreso del Renacimiento? Me asusta pensar que podemos estar reviviendo a los fantasmas del pasado, un Neo-Neoclasicismo zombie que se nos acabará comiendo el cerebro unido a una sociedad contemporánea que está cómodamente aposentada en un vacío artístico.

Warsheh
Not Art
2014
Voy a intentar especificar esto con dos ejemplos. Por una parte, la actual línea de los fotógrafos con la doble exposición. Cada vez surgen más artistas que cogen una cámara y mezclan un par de fotografías que superpuestas pueden dar lugar a algo bello. Lo más positivo de esto sea, quizás, que muchos no utilizan retoque por ordenador y eso contribuye en la dificultad de ejecución. Pero, ¿qué están diciendo estas fotografías? ¿Son realmente representantes del siglo XXI? ¿Es eso el año 2014? Qué mejor que la fotografía para hablarnos de un aquí y un ahora concretos. Pero no dicen nada más. Este tipo concreto de arte no está investigando nada nuevo, no propone un discurso diferente a los que han llegado hasta ahora, no remueve la conciencia de la sociedad. En definitiva, es un arte vegetativo, comatoso, moribundo.

Christoffer Relander
We Are Nature Vol. III
2013

Por otra parte, podemos pensar en la escultura hiperrealista. Increíble, ¿no? Es como si, en cualquier momento, uno de los personajes que representan pudiera empezar a moverse y hablar con nosotros. Tranquilos, no lo va hacer. ¿No eran hiperrealistas las esculturas griegas, por irme a la otra punta de la Historia? Perdónenme, pero la cara del sacerdote Laocoonte de los escultores de Rodas del siglo I de nuestra era evoca una terribilidad que ya quisieran conseguir muchos hiperrealistas. Ha avanzado la técnica pero el arte está parado.

Patricia Piccinini
The Listener
2013
El problema es, entonces, de base cultural. Son los seres los que parecen haberse quedado detenidos. Ahí estamos desde hace décadas. Y las perspectivas de futuro son muy negras. Dos soluciones veo: o se derriba todo lo pasado y se empieza desde cero o estamos abocados al desastre. Si hay algo específico y único en el arte contemporáneo es su capacidad para ir más allá de lo que se ve. Mientras que Velázquez se somete a la familia de Felipe IV, el artista actual tiene la posibilidad de atormentar a Felipe VI. El espíritu de crítica y ataque, allí es donde se consigue llegar en el siglo XX. Por encima de la censura, el artista de verdad lucha. Pero si se encuentra una sociedad que no le comprende y que reniega de su arte en pro de los arcaísmos del pasado, ¿qué más puede hacer él que insistir hasta resignarse? La sociedad debe aceptar de una vez por todas el arte contemporáneo, acercarse a él e intentar comprenderlo, volverse crítica y reaccionaria, para poder superarlo y llegar a lo que debe haber en el horizonte. Vamos directos al suicido. Si matamos a la cultura, nos vamos a acabar matando a nosotros mismos.


Charlie W.